La coincidencia que alimenta mi insomnio algunas noches no está únicamente en las dos primeras letras de sus nombres.

Mi pesadilla emerge antes aún de que comience el sueño, cuando, irremediablemente, arriba a mi mente una balsa que transporta dos imágenes. Dos fantasmas que me ahogan en la que debería ser la calma del reposo.

Aparece en mi recuerdo el moreno de la piel colombiana de Omaira, sus ojos serenos con sombras de agonía, y el lodo y los restos de su casa atrapando su cuerpo. Me subyugó ya hace años la entereza de la niña, y me rompió el alma la impotencia y aquel triste desenlace. Me persigue su recuerdo algunas noches, y estos últimos días más, porque volví a sentir el dolor en un pequeño al que mis brazos no alcanzaban. Mis manos hubieran deseado  desempolvarle el cabello y limpiar la sangre que resbalaba por su despavorida frente.

Omran se llama, afortunadamente vive. Hubiera dado años de mi vida por dar luz a aquellos ojos del niño de Alepo que acababan de rescatar tras un bombardeo. Esos ojos perdidos, aturdidos, impasibles. Una mirada que no respondía y unas manos que se empeñaban en limpiar la sangre en el asiento.

Dos desastres; el de Omaira, natural, el desastre de la erupción del Nevado del Ruiz que arrasó en Armero (Colombia); el de Omran un verdadero desastre humano, una guerra, una de las más crueles, sangrientas y despiadadas; la guerra en Siria.

En estas noches me acompañan en mi desvelo un par de abrazos huérfanos de destinatario, un puñado de ternuras y palabras de consuelo estériles, una rabia compungida, una impotencia que no encuentra espacio donde fructificar.

Me atraviesa la garganta la injusticia con los inocentes, pero si arañan la infancia… es un desgarro intenso que se extiende desde mis sienes hasta la sombra de mis pasos.

Dos niños, dos historias de tristeza, una misma calma en sus respuestas y un recuerdo cada noche que me mantiene despierta.