Aunque la naturaleza se empeñe en salpicar de belleza cada rincón y el musgo quiera consolar, acariciando cada casa, la tragedia te atraviesa como la balas que quedaron incrustadas en las paredes convertidas en testigos silentes.

Duele la iglesia donde inflamasteis de odio y matasteis de rabia.

Duele pensar en los niños, frágiles mártires de vuestra salvaje masacre.

Duele el cementerio en donde mis ojos no hallaban respuestas ni lógica y me arañaba la rabia.

Duele la vergüenza de pensar que seres humanos devastaron todo, todo lo incendiaron.

He rezado en aquella iglesia, he llorado entre tantas tumbas y me he derrumbado viendo la injusticia de unos desalmados.

Me duele pensar que pueda seguir existiendo odio, por eso, en esta mañana donde finas hebras de lluvia lloraban, he rogado a Dios que no se repitan jamás estas cosas, que la humanidad busque siempre puntos de consenso, nunca diferencias, y que las ideas nunca finalicen inflamando llamas como las que ardieron en aquella iglesia, porque esta mañana me quemaban ellos en forma de lágrimas.