Aniana se llamaba y era su nombre un vaivén como sus pasos, tranquilos, desde una estancia a otra.
Afuera llueve, aquí, en su casa que cuido para evitar que se escape la esencia que guardo de ella.
Crepita la leña y la evoco envuelta en recuerdos:
Las natillas cocinadas, por las noches, mientras yo miraba su espalda y su mano en la cuchara con la danza sinuosa de la leche.
Sus pasos sobre las crujientes baldas de madera; y aquella escalera que pisaba lenta. Aquello era paz y, consuelo, su regazo de pan caliente.
Como entrar en sagrado; el umbral de su puerta protectora, y adentrarme en su templo; la calma.
Y las tardes de estío sentada junto al portal, contemplando a las gentes sencillas, preguntando con la voz inocente y ansiosa de vida.
El gracioso paseo, lento, de aquel delantal con cuadritos negros y los bolsillos llenos de… ¡Ay, y aquel lapicero, apurado, en sus dedos!
Y sus manos, esas manos de mi abuela, esa seda, ese chorro de hilo de agua templada.
No llegó a beber de mis versos, pero yo la he guardado en un libro, con su casa y sus cosas pequeñas.
No se fue, la contengo y recuerdo a mi lado.
La lluvia acaricia el cristal como un beso sutil de sus labios.
28 octubre, 2016 at 4:47 pm
Qué bien haberlos tenido para guardarlos y conservar ese vaivén de pasos que cruzan de una estancia a otra. Qué bien guardada. Qué bien lo cuentas.
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