Te tengo que decir adiós, aunque las yemas de mis dedos se resistan a creerlo y les cueste ceder, como la trémula rama condenada a desprenderse de su tronco.

He de despedirme con el mismo gesto generoso que me enseñaste a mostrar, porque has sido, que lo sepas, sin duda, mi mejor amante.

Que me entregabas amor como un racimo eterno de caricias y alargabas tus brazos hasta alcanzarme el horizonte azulado.

Encendiste la luz del patio de aquel colegio.

Me preñaste de versos.

Me inundaste de elocuentes silencios, para mostrarme los trazos abstractos con respeto.

Y te amo y te dejo, mi amor, con el tremendo consuelo de haber recibido mucho, muchísimo más de lo que merezco.

Sí, te vas, delicado y sutil, escondido en la niebla que despierta enero con los pasos errantes, sin rastro en el suelo, con la cadencia del sonar de campanas y un sabor a champán en los labios de nuestro último beso.