No soy nada.
Un punto en una de las miles de hileras
de brotes de césped en el suelo.
Cierro los ojos:
el murmullo reseco de las hojas,
el leve crujido en el aire
que me conecta al mundo.

No soy nada.
Bajo el sol que acaricia,
con sus dedos templados
mi frente y mi vientre,
siento desconsuelo
en la oquedad de cada hueso,
donde me recorre una médula de líquido metálico.
Abro los ojos:
miro el verde y amarillo;
es una anestesia visual,
una débil bofetada fotosintética.

No me impresiona nada.
La nada es insensible,
en agosto más.
Fuerte y rugosa la corteza del tronco,
ese áspero brazo sosteniendo el trémulo confeti vegetal.
A salvo de todo, siendo nada,
dejando a los sentidos su mecánica función.
Una nube estática, de color esperanza,
sobrevuela mi hastío.
Llueve dentro,
muy dentro
de los huesos.