Me asomo a la ventana
y un mar de pájaros me abre la mirada.
No hay murmullo de olas ni titilan los rosáceos cristales
cuando fallece la tarde.
Me han robado el azul,
ese haz de la luz que marcaba
el sendero preciso,
la cercana promesa.
El almanaque: una calle sin puertas ni números,
un paisaje sombrío con ramajes
que acechan estériles diciembres.
Intento leer, con los ojos
desnudos de alma,
con los dedos delgados de fe,
y no encuentro palabras certeras
ni templanza para esta niña,
que dentro de mí, confinada,
solloza con los labios pintados
de sangre y escarcha.