No contaba los días,
miraba las flores y celebraba la sorpresa de cada disparo de color.
Era una táctica:
desplazar el brochazo de la incertidumbre del horizonte
y acercarlo a la terraza;
mirar cada día, más de cerca, cada pétalo,
oler el brote a punto de estallar del limonero,
acercar, aún más, los ojos a la planta
hasta rozar las pestaña con el pistilo de la flor
-casi un coito-
y despertar a la mañana siguiente
sabiendo que no volvería a soñar futuros,
porque tendría prendidas
dos maravillosas flores creciendo desde sus pupilas.