A veces es simplemente eso; esa necesidad de vaciarme en él, de entregarle mis hebras de ternura cuando todo alrededor se convierte en un frío acantilado.
Buscar que me acoja en sus brazos y me envuelva en un abrazo de interminable espuma para hacerme sentir que aún hay arena en esta húmeda bruma de incomprensión.
Simplemente alargarle mis dedos y regalarle mi voz y mis ojos, de estrellas sedientas, para sentir que le alcanzan mis versos y que sus tímidas olas los rozan.
Para que sepa que la luz de algún faro dirige mi torpe naufragio, como en un baile donde dos ciegos se mueven al compás de un destino incierto.
Y su brisa se enreda en mi pelo para quedarse dormida en el centro de mi pensamiento, para constatar que siempre estará el eco de su silencio, más allá de la tierra. Más allá de mi propio yo, lo contengo.
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